En el pasado, los jueces creían que podían descubrirla culpabilidad de los sospechosos por su comportamiento ante los acusadores. Según los jueces, un culpable confesaría bajo tortura, mientras que Dios yudaría a un inocente a resistir el dolor. A partir del siglo XVII, en Europa se empezaron a abandonar estas ideas y se estudiaban las pruebas más sistemáticamente. Esta tendencia se aceleró con los progresos en el conocimiento científico del siglo XIX. Gracias a los avances médicos, las causas de la muerte se pudieron determinar con mayor precisión. El microscopio y los exámenes médicos ofrecieron revelaciones sin precedentes sobre las pruebas encontradas en el lugar de los hechos. Las medidas corporales precisas y las fotografías reemplazaron las descripciones verbales de los sospechosos. Aparecieron las primeras narraciones sobre detectives, con héroes que eran maestros de la detección científica. En buena parte gracias a ellas, el público comprendió la importancia de la ciencia en el cumplimiento de la ley.
Uno de los primeros intentos para clasificar rostros humanos fue el de Cesare Lombroso (1836-1909), un criminólogo italiano. Según él, los criminales nacen, no se hacen: sus caras los delatan. También inventó un detector de mentiras, que medía el ritmo cardíaco.
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