martes, 24 de agosto de 2010

Los orígenes de la ciencia forense

En el pasado, los jueces creían que podían descubrirla culpabilidad de los sospechosos por su comportamiento ante los acusadores. Según los jueces, un culpable confesaría bajo tortura, mientras que Dios yudaría a un inocente a resistir el dolor. A partir del siglo XVII, en Europa se empezaron a abandonar estas ideas y se estudiaban las pruebas más sistemáticamente. Esta tendencia se aceleró con los progresos en el conocimiento científico del siglo XIX. Gracias a los avances médicos, las causas de la muerte se pudieron  determinar con mayor precisión. El microscopio y los exámenes médicos ofrecieron revelaciones sin precedentes sobre las pruebas encontradas en el lugar de los hechos. Las medidas corporales precisas y las fotografías reemplazaron las descripciones verbales de los sospechosos. Aparecieron las primeras narraciones sobre detectives, con héroes que eran maestros de la detección  científica. En buena parte gracias a ellas, el público comprendió la importancia de la ciencia en el cumplimiento de la ley.

Uno de los primeros intentos para clasificar rostros humanos fue el de Cesare Lombroso (1836-1909), un criminólogo italiano. Según él, los criminales nacen, no se hacen: sus caras los delatan. También inventó un detector de mentiras, que medía el ritmo cardíaco.

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